18 ago 2008

Jénnifer Ádcock


BIOGRAFÍA

Nació en Monterrey en 1982. Escribe poesía y prosa en inglés y en español, y hace música y traducciones. En 2000 ganó el Concurso Nacional de Cuento Interprepas, que le otorgó una beca para estudiar Letras Españolas en el ITESM. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León en 2006, e integrante del grupo post-punk Ruidos en el Techo, ayudando a dirigir el sello independiente Nene Records. Actualmente trabaja en un proyecto de música dada folk, al igual que estudiar una maestría en creación literaria en la Universidad de Glasgow. Ha publicado principalmente en su blog, www.jennivora.blogspot.com.


Jénnifer Ádcock quiere afectar a:

Paco Morales Hoil
Adrián Herrera
Juan Carlos Godillo
Fernanda Melchor
Julián Iriarte
Nohemí Zavala
Gabriela Torres Olivares
Fernando Mol Treviño
Dulce María González
Felipe Montes
Will Rodríguez
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GARGANTÚA
(fragmento)


Llevaba semanas despertándome en la noche por el dolor de oído. Es por dormir toda torcida, pensaba, empieza otra vez. Y me levantaba para sacudir la almohada y estirar las sábanas, volvía a acostarme derechita, cerraba los ojos y respiraba hondo: no es dolor, es un sonido naranja, calentito; no es dolor, es la víspera de una fiesta; no es dolor, es un agua de horchata, con hielo y canela; no es dolor, es una nube que arrulla. Y así.

Hasta que un día lloriqueé tan fuerte que José mi vecino se tuvo que trepar por la ventana para llevarme al doctor a que me abrieran.
Dentro de mi oreja encontraron el frijol que me había escondido cuando tenía tres años, rescatándolo de la cruel comida que preparaba mamá. Yo era el verdugo, era mi deber llevar los frijoles, uno por uno, desde el floreado y pegajoso mantel de plástico hasta la olla con agua donde habrían ser cocinados vivos. Y ten cuidado de dejar fuera todas las piedritas, pero ¿por qué habrían de importarme las piedritas? Nosotros, humanos malos, deberíamos de comer piedras en lugar de andar matando a los pobrecitos frijolitos.

Ya se me había olvidado aquel heroico acto de compasión, y ahora el frijol comenzaba por fin a germinar. Resulta que lo estuve empollando, durante casi la totalidad de mi existencia, cerca de la entrada de la trompa de mi Eustaquio (que es el conducto que lleva la música a la faringe, según me explicó el doctor).
–Tendremos que matarlo –me dijo el batiblanco, balanceando su bisturí peligrosamente cerca de mi pequeño.
–Por favor, ¡no le haga daño! –supliqué–. Quisiera ponerlo en una maceta, a ver si se anima a seguir creciendo.

–Deberías ponerle «Gargantúa» –me dijo José, ya de regreso en la casa. Mi pequeño estaba bien arropado en un pedazo de algodón húmedo en un bote de vidrio en la cornisa de la ventana de la cocina.
–¿Por qué Gargantúa?
–Gargantúa es un célebre personaje de Rabelais. También fue parido por la oreja de su madre.
–Me parece un poco raro. ¿No se habrá equivocado el señor Rabelais? Más bien debería haber sido «Orejúa», me parece a mí.

Durante su infancia pre-plantación Gargantúa y yo fuimos más felices que nunca. Su incubador era tan práctico que no tenía que quedarse solo cuando yo salía. Le gustaba ir en la canasta de mi bici, o en el coche, especialmente por carretera. Hasta le hice un cinturón con cinta métrica y tantito resistol cinco mil.

-Ya dime, ¿te llamas Gargantúa?
Mi pequeño dijo “Sí.” No sé muy bien cómo pude entender lo que decía. Me imagino que es esto de ser madre. Es imposible que un frijol germine su primer brazo por tu oído, buscando el sol, sin que hagas una conexión mágica con él.

Las plantas no son nómadas por naturaleza, y al fin comprendimos que más valdría no movernos tanto. Yo tuve que aprender a estarme quieta. Nunca antes me había dado cuenta de lo mucho que se mueve la gente durante el día. Se sientan solo para volverse a parar en pocos minutos. Toda mi vida he andado para arriba y para abajo, como burro sin mecate. Que si llevando esto o trayendo aquello, como si los objetos necesitaran siempre estar en otro lugar; que si yendo a ver a fulanito o hablando con menganito, o logrando esto o fracasando en esto otro, como si eso cambiara algo.

Empecé por quedarme más rato a la mesa después del desayuno, con Gargantúa en mi regazo, sin estar segura de qué hacer. Me acordé de un libro que me enseñó José hace mucho, decía que sentarse quieto con los ojos cerrados observando la propia respiración cura todo tipo de males: ansiedad, asma, sobrepeso, falta de dinero, incluso el cáncer. Así me quedaba, con los ojos cerrados y concentrándome en mi inhalación y exhalación, pero después pensé que lo mejor sería alargar lo más posible el acto de desayunar, tardándome siglos en untar la mantequilla en el pan tostado, hirviendo la leche al fuego más lento, incluso apagando la llama a intervalos, y platicando a gusto con Gargantúa entre mordidas y sorbos diminutos. Le hablé a unos albañiles y mandé poner una silla-baño en el comedor, no me movía nunca, y así iba alcanzando la perfección. Con la práctica logré durar hasta la hora de la comida sin levantarme una sola vez, y luego hasta la cena y hasta el desayuno otra vez, comiendo de apoco, dialogando. Mi mente estaba clara, mi respiración era pausada, mi panza se hacía más grande y redonda, dejé de necesitar este mundo.

-No puedes seguir así para siempre. Además, sabes que un día tendrás que plantarlo, ¿no? –me dijo José un día.
-Claro que lo sé, ¿qué clase de madre crees que soy? -dije, un poco a la defensiva pues en realidad no me había puesto a pensar en ello desde el día en que rescaté a Gargantúa de las asesinas manos del batiblanco.
-Hijito, -le dije a mi pequeño esa misma noche– pronto vendrá el día en que tendrás que abandonar tu incubadora y echar raíces en la tierra. Esto me entristece pues habremos de separarnos. Yo viviré adentro, moviéndome inútilmente, y tú vivirás afuera, en el jardín.
-¡¿En la intemperie?! ¿Y qué será de mí si hiela? Podría morir allá afuera! ¿Es que no te importa tu único hijo?
-Pero, la tierra, los nutrientes... será duro al principio pero pronto te acostumbrarás... –dije, ahogando algunas lágrimas.
-¡Si me plantas afuera moriré sólo para vengarme!
-No te pongas así, fruto de mi oreja, verás que juntos resolveremos esto.

Después de un largo diálogo de madre a hijo, acordamos que después de un largo desayuno de despedida, Gargantúa iría al jardín, y que yo acamparía con el las primeras semanas para que la transición fuera más fácil para ambos.

Mi vida entera jamás pasará este desayuno. Tardé tres meses sólo en prepararlo. Horneé treinta pasteles de zanahoria con doce kilos de betún de queso crema, preparé setenta y nueve bandejas de salchichas, tocino, chorizo. Alitas de polo, trescientas cincuenta, sin olvidar una gran variedad de salsas para meter los dedos. Brochetas de pimiento morrón, cebolla, champiñones, tomate, carne. Verduras mediterráneas, aceite de oliva, ensalada con feta, tortilla española, jamón ibérico, anchoas, quesos. Una enorme enchiladas mexicana, treinta chimichangas, queso amarillo, nachos guacamole crema ácida. Comidas chinas precocidas suficientes para alimentar a un ejército, ciento veinticinco kilos de asado con sus chícharos y greivi, el volumen de la vaca entera. Montañas amarillas de arroz, puré de papas, galletas saladas, quinientas latas de sardinas, pulpo en su tinta, atún, salmón, salchichas de Viena y Spam, ciento seis botes de mermelada, pastel de frutas, cincuenta y ocho kilos de papas fritas, salsa catsup: trece litros. Ochenta y dos barras de pan fritas en mantequilla y ajo, ciento veinte huevos duros, cuarenta pescados enteros a la plancha sobre las hojas de quince lechugas, dos y treinta kilos de empanadas de carne, tres litros de chimichurri, sesenta pizzas. Trescientos waffles belgas, once latas de crema batida instantánea, conservas de fruta de la temporada hechas en casa. Veinte kilos de cuernitos, quince de rollos de canela, diez de hojarascas, diez de turcos. Postres de nata, veintidós galones, diecisiete flanes, siete mil tetrapacks de jugo de naranja y los mismos de leche, una tonelada de arroz inflado y media de azúcar, cuarenta y cuatro tiramisús, dulces de leche, calaveras de azúcar, mazapanes. Todas las comidas que encontré en el mercado excepto los pobrecitos frijolitos.

Y construí una mesa que abarcara todo el comedor, la cocina, la sala, la lavandería, y el cuarto, y que saliera por atrás y diera vueltas a la casa. Y cosí un mantel que diera el largo con cinco mil yardas, rematando toda la orilla con encajes dorados. Y con el mantel jalo la comida hacia mí, y los ciento veintisiete juegos de vajilla los tiro detrás de mí. Y me voy comiendo todo despacio, minuciosamente. Me como cada migaja y lamo cada resto de cada plato y cada desperdicio embarrado en el mantel. Me como hasta la manteca del fondo de las ollas y la cochambre de los sartenes, hasta los pedazos de fruta podrida que queda en los platos, hasta el agua lamosa de los floreros y la tierra de las matas que puse para adornar la mesa. Sólo para alargar más este momento contigo, Gargantúa, sólo para alargarlo más.

Mis caderas se ensanchan, mis pechos se caen, mis hombros se encorvan, mis tobillos se hinchan. Se me pone la piel pálida y varicosa, mi mentón se hace doble y triple y mi cuello ya no puede distinguirse y mi cabeza es la cúspide de la masa colosal de mi cuerpo, el mundo penetra por mi boca abierta, mi experiencia del mundo cae por mi garganta abismal, no necesito nada más. Mesa, silla-baño y yo somos una y la misma. Voy alcanzando la perfección.

José entra a veces, mordisquea una alita de pollo, y niega con la cabeza, amargamente decepcionado.

-No puedes seguir así –me dice.– No puedes seguir así.
-Esto es entre mi hijo yo. No tienes derecho.

2 comentarios:

nohemiza dijo...

:D! Asumo que esta entrada continúa... :):)

Anónimo dijo...

Pos afectada quedé.
Qué banquetazo...
Besos, Jen.

F.