2 sept 2008

Antonio Ramos



BIOGRAFÍA:

Monterrey, 1977). Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Fundación para las Letras Mexicanas entre otras instituciones. Su obra ha recibido entre otros premios, el Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2005 y el XXV Premio Nacional de Narrativa Joven Salvador Gallardo Dávalos en 2007. Tiene cinco libro publicados, el último se titula Sola no puedo, (ICA, 2008). Actualmente es editor de la colección Contemporáneos, en editorial Jus.

Antonio quiere afectar a:

Socorro Venegas
Orfa Alarcón
Vicente Alfonso
Nadia Villafuerte
Luis Jorge Boone
Daniel Espartaco
Geney Beltrán
Tryno Maldonado
Jimena Sánchez Echenique
Vizania Amezcua

III.- ¿Resulta inevitablemente aburrido el sexo en el matrimonio? ¿Cómo afecta el matrimonio al sexo? ¿Resulta aburrido con el tiempo el sexo en el matrimonio?
Antonio Ramos

Tengo 10 años de casado y mi esposa es una mujer gorda. El sexo no es bueno. Aunque hubo un tiempo que lo amé, ahora no estoy del todo seguro. El sexo para mí se ha vuelto algo casi sarcástico. Sólo imagínenlo. Hubo un tiempo que mi esposa fue una mujer normal. No era gorda, no era delgada, simplemente normal. Le gustaba caminar, le gustaba comer, reír, las cosas normales que a todos nos gustan. En la cama era complaciente y a veces me exigía. Yo no tengo problema con eso. Después tuvimos una larga temporada de mucho trabajo, de muchas preocupaciones y después nació Ricardo. Al nacer pesó casi tres kilos y medio y según sé, eso es mucho. Mi mujer no logró recuperarse de aquel parto. Lo malo con la gordura es que no te das cuenta de ella hasta un buen día. Y así me pasó a mí. Un buen día iba por la calle con un amigo, platicando del último juego de béisbol y vimos a unas chicas que platicaban en un café. Mi amigo me guiñó el ojo y me preguntó: ¿vamos? Era un día caluroso, era sábado, la tarde estaba por delante y asentí. Nos presentamos de una manera informal, cosas de solteros un sábado caliente por la tarde, con la noche por delante y el dinero en la billetera para invitar los tragos. Las chicas nos aceptaron en su mesa. Una se llamaba Gina y la otra Raquel. Estudiaban juntas la carrera de ingeniería. Mi amigo es ingeniero, así que el tema se prestó. Vivían en un departamento cercano y estaban fastidiadas por el calor. Nada interesante ocurre los sábados, sentenció Gina y yo asentí con la certeza de que mis sábados consistían en cargar al niño, en limpiar un poco la casa y en mirar películas en la televisión mientras mi mujer se paseaba con ropa sucia rumbo a la lavadora o trataba de aspirar la casa, jadeando, sudorosa o simplemente se echaba en la cama a leer revistas. Raquel me preguntó a qué me dedicaba y le respondí que era el encargado de ventas de una tienda de productos de televisión. ¿Los has visto? Son los que salen por las noches. La chica hizo un gesto de sorpresa. Claro, claro, cómo no, los he visto, sí, de hecho, hace días apareció una cosa que me gustó, un spa desarmable. Asentí y no sé porqué por un momento, en lugar de querer ligármela quise venderle el producto. Y mientras le explicaba los beneficios, algo hizo Raquel que terminó por detonar en mí la gordura de mi mujer. Raquel extendió el brazo para tomar su vaso con refresco y le vi las muñecas, los brazaletes que parecían salir de aquel brazo esquelético. Fue como si en ese momento me cayera todo el peso de mi mujer en la cadera, como si tronara el coxis hasta el fémur. Miré a mi amigo quien seguía en amena plática con Gina y luego a Raquel quien se había desentendido de mí un momento para reírse por algo que acababa de decir su amiga. Yo sólo veía aquellos brazaletes ahorcando los brazos de mi mujer, la carne apretada por la presión, los gorditos de piel y nada más. Luego los tres soltaron una carcajada pero yo seguía impávido ante tal descubrimiento. Raquel me miró y todo en sus ojos era una invitación. Caray, yo tengo 33 años, me dije, estoy fuerte y ahí estaba una chica casi siete años menor que yo mirándome con cierta coquetería. Cuando terminamos los refrescos Gina y Raquel nos invitaron al cine. Mi amigo aceptó sin consultarme. ¿Hace cuánto que no vas al cine?, me preguntó mientras las chicas iban al sanitario. No lo recuerdo, le respondí, creo que fue antes de que naciera Ricardo. Pues vamos, ni tu mujer ni la mía se darán cuenta. Las chicas volvieron y nos encaminamos al Esmeralda, que está a varias cuadras de distancia. Las chicas eran alegres. Tenía en la mirada esa liviandad que sólo se tiene a los 25 años. Nos reímos de un tipo que resbaló en una esquina, comentamos el último oportunismo de los políticos, mi amigo habló de ir un sábado al estadio a ver un partido y Raquel chilló emocionada porque nunca había ido a un estadio. Todos iban muy amenos pero yo sentía el peso inmenso de mi mujer a las caderas. Casi me costaba moverme. Incluso comencé a sentir asfixia cuando llegamos a las taquillas y pedimos los boletos. Adentro la sensación no desapareció. Para ser sábado por la tarde la sala se encontraba semivacía. Algunas parejas se perdían entre las butacas y un grupo de chicas gritaba escandalosamente en la zona de plateas. Nos sentamos Gina y mi amigo, después yo y Raquel. Durante los cortos sentía mis piernas hundidas en el asiento. A mitad de la película tuve que salir a orinar y era como si tampoco pudiera orinar, como si me hubieran aplastado las vías urinarias por décadas. Recordé la forma que toman los popotes cuando los muerdes. Sólo podía recordar el peso de mi mujer no de una noche, sino de tantas noches atrás. Desde hace tiempo que sólo tenemos relaciones una vez al mes; rápidas, ansiosas y luego cada quien se duerme o vigila el sueño de Ricardo. Hacía un par de meses, recuerdo haberle dicho a mi mujer que había engordado y berreó incontrolablemente y me gritó que si acaso yo pensaba que ella no lo sabía, que ese era su cuerpo, que ella tenía que vivir consigo misma. Me tachó de desconsiderado, me habló de las dietas que no le funcionaban, del ánimo y optimismo con el que iniciaba pero después de cuidar al niño durante el día, de asear la casa, ¿acaso no tengo derecho a un pinche chocolate? ¿A sentarme frente a la tele y comer lo que quiero? Le dije que podría someterse a una operación de by pass gástrico y aquello fue peor aún. Chilló todavía más y cuando levantó el rostro ni modo de no sentirme culpable. ¿Te acuerdas de cómo era?, me preguntó y asentí mientras la miraba ridículamente gorda, enfundada en unos pants viejos y una sudadera manchada de comida. ¿Sí te acuerdas de cómo era yo?, me gritó, fue a la recámara y regresó con una tanga (su y mi preferida) y me lanzó a la cara. La recordé como era y me acerqué como debe de ser: un abrazo de contención, de limpieza sentimental. No hablaríamos nunca más de un by pass gástrico. Esa noche tuvimos que hacer el amor. Así había permanecido ciego ante la gordura de mi mujer hasta hacia unas horas. Cuando volví a la sala el peso en las piernas se había extendido por todo el cuerpo. Me senté casi asfixiado junto a Raquel quien de inmediato me tomó la mano. No hice por quitarla y antes de que terminara la película ya nos besábamos pero yo seguía sintiéndome pesado, una roca. La casa donde vivían las chicas estaba, como ellas lo habían dicho, relativamente cerca del cine y del café donde las habíamos encontrado. Era blanca y limpia, minimalista. Me pareció sorprendente que tuvieran la vida tan al alcance de la mano, resuelta en tan pocas calles. Mi amigo y yo compramos unas botellas y condones y aunque no era la primera vez que engañábamos a nuestras esposas yo sentía por primera vez algo de culpabilidad, porque era la primera vez desde que lo hacía ya con un hijo en casa, con una sensación molesta de que también lo engañaba a él. Gina colocó un disco y seguimos platicando mientras Raquel abría una bolsa de papas y cacahuates, aprovechando la cercanía para dejarme ver la curvatura de sus nalgas. Tenía una belleza fresca, un desparpajo natural. Todo en ella era liviano. Me dijo que no pensaba seguir más tiempo en la ciudad. A lo más, un par de años y se mudaría a otra parte. No soy mujer que se ate, me susurró tibiamente en la oreja. Tenía esa sensibilidad y aire juvenil que sólo dan ganas de corromper. Durante un tiempo yo pensé justo eso de mí. Mujeres, ¿qué resume esa palabra? Sin ir más lejos, cogimos una hora después. Cogimos en su recámara y sobre la taza del baño. Cogimos en el piso y recargados a la pared, soportando su exiguo peso con mis brazos. Con ella era como recuperar un equilibrio, como si por primera vez la balanza hubiera regresado a su lugar. Recordé la primera vez que cargué a una mujer y sólo sentí placer al hacerlo. Los gritos de Raquel me sonaba casi salvajes y la forma como me trenzaba con las piernas y la manera como me apretaba los brazos eran igual de fresca y su olor no era ácido, sino muy limpio, tenía ese sabor delicioso de la piel nueva. Con ella recuperé aquel amor por el sexo, no por la mujer en sí, sino por hacerlo, ese amor apresado por las carnes de mi mujer. Por un momento pensé en no irme pero luego me dije: ¿para qué? Cuando terminamos, Raquel dijo que prefería quedarse en su habitación y ya no salir. Mi amigo me esperaba en la sala, sentado en el sofá, traía un vaso con ron en una mano y en la otra una revista de chismes de la farándula. Me senté junto a él y no dijimos nada. Me serví ron en otro vaso y estuvimos aún una media hora hasta que Gina salió y dijo que ya debíamos irnos. Afuera nos recibió una madrugada cálida. Caminamos hasta encontrar un taxi y cuando llegué a la casa vi a mi mujer dormida casi al centro de la cama. No hice por despertarla. Al día siguiente me dijo que había tomado demasiados somníferos durante la tarde, aprovechando que su madre se había llevado a Ricardo para cuidar de él el fin de semana. Al día siguiente encontré a mi mujer feliz, emocionada por esa vuelta a la vida antes de la maternidad al menos por un par de días. Salimos a caminar por la tarde, poco, pero ella quería hacerlo, sentir de nuevo el ejercicio físico. Nos tomamos de la mano y me sentí de nuevo como un hombrecillo junto a la mujer gigante. Me dio vergüenza verla engullir una helado doble y ni pude terminarme el mío. Por la noche hicimos el amor. Ya se lo han de imaginar. Al siguiente fin de semana volví a buscar a Raquel pero de su departamento salían risas y al parecer daban una fiesta. No hice por tocar. Regresé a casa y estuve esa noche intentando dormir a Ricardo pero no se dejaba y sus berridos me recordaban el fin de semana anterior. No volví a ver a Raquel en un buen rato, ni a mi amigo, pero una tarde la encontré en la calle. Yo iba con mi voluminosa mujer y mi hijo en brazos. Creo que a Raquel le dio vergüenza y asco verme así, de esa manera. En sus ojos se reflejó lo que yo nunca había querido ver, lo que yo era con una mujer así al lado. Pasamos a un lado suyo y Raquel alcanzó a rozar mi mano con sus dedos, como una llamada de auxilio o de terror o de darse cuenta de con qué tipo de hombre se había acostado o darse cuenta que ella estaba a salvo, a salvo en su juventud, sin hijos ni maridos que cambiaban al mes de casados. A salvo, simplemente. Yo no sé porqué lo hice, pero no volví a verla aunque aquel roce de sus dedos me fue calentando la mano hasta enfriarla. Pasé el brazo por la cintura ¿? de mi mujer. Y no sé porqué no la solté en todo el camino hasta que llegamos a casa. No la solté como si fuera aferrado a mi miedo. Como si estuviera manteniéndome a salvo de alguna manera, justo, en la grasa más profunda.

1 comentario:

Rebeca Mejía dijo...

Hola, me encantan los cuentos de Toño Ramos y estoy interesada en conseguir su libro "Sola no puedo", alguna pista que me puedan dar?? Muchas gracias!!